Barcos hundidos: el caso del “Amelia Rondamini”

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Amigos del Museo y Archivo Histórico de Necochea rescatan “una historia de novela”

Por CARLOS PALOTTA

Durante los años cercanos a la fundación de la ciudad de Necochea, en los albores de la creación de  Puerto Quequén, hubo muchos barcos que llegaron a estas costas con materiales, insumos, provisiones y miles de cosas más. De la misma forma, estos barcos se llevaban los frutos del campo aprovechando las bondades y facilidad de entrar al estuario del Rio Quequén.

La ciudad de Necochea y unos años después, la ciudad de Quequén, comenzaban a crecer y demandar materiales que antes ni en los sueños se podrían imaginar.

Había barcos que transportaban cal y cemento. Esos materiales en esa época, habrían sido casi imposible llevarlos a las nacientes ciudades por otros medios.

El día 22 de mayo de 1890  un velero se acercaba a las costas de Quequén transportando barricas llenas de cal en su bodega. En realidad, no hay muchos más datos sobre éste. Ni siquiera se sabe si realmente el mismo tenía como destino este puerto.

Lo que sí se sabe es que de repente, a media tarde, estas barricas se mojaron por la marejada y comenzaron a explotar. Todo el barco se incendió. La tripulación debió tratar de llegar de alguna manera a la costa. El barco ardió durante toda la noche hasta que finalmente las olas lo llevaron hasta la playa donde quedaron los restos calcinados del mismo. Según relatos, eso ocurrió en la zona de las playas de Quequén. No hubo víctimas fatales.

Esto bien podría haber quedado en el absoluto anonimato, debido a que por esos años poca información había, a no ser porque a alguien se le ocurrió guardar la crónica en un texto novelado que si bien se conoce al autor, no ha sido posible hacernos del original.

EL NAUFRAGIO DEL «AMELIA RONDAMINI»

Por ANIBAL MOLINE

 El comisario salió a la vereda arrollándose el poncho al cuello y desde allí fijó su vista en la Boca. La tarde estaba nublada. Hacia el mar se vislumbraba un tinte rojizo sobre unos nubarrones. De cuando en cuando se aclaraba repentinamente el horizonte para oscurecerse luego entre nubes ascendentes acompañados de prolongados ecos de explosiones. Era evidente que aquello -sea lo que fuiere- sucedía en alta mar. El estruendo y los recerberos luminosos debían originarse en un incendio.

Montoya estaba por darle la razón a Don Pablo. Los restos del mercante inglés «Ireten» habrían estallado en un gran incendio. Si así fuera -además- no habría que preocuparse. Pero la rubicundez aumentaba cada vez más sobre el horizonte y la dirección de la luz no coincidía con el lugar del naufragio. Las luces y resplandores se divisaban sobre la misma prolongación de la «Calle Ancha» (se le llamaba así a lo que hoy es la Av. 59 y mirando por ella en dirección sudeste el objetivo era el actual puerto).

«Vea Don Pablo, creo que no puede ser el IRETEN. Mire, es en esta dirección y el naufragio fue mucho más a la izquierda» expuso Montoya.

«Tiene Ud. razón comisario -contestaron Salcines y Aquerreta bajando a la vereda- esto es otra cosa».

«No podemos hacer nada en alta mar. ¿Cómo llegaremos? si no tenemos ni botes. No hay más remedio que esperar», completó el comisario.

El comisario tenía completa razón.

En alta mar los hechos se desarrollaban en forma alarmante.

Un buque mercante se balanceaba a merced de las olas, envuelto en humo y con intermitentes llamaradas. Creyérase que sentía un volcán en sus entrañas y se sacudía en el romper del oleaje, como para zafarse de garras opresoras.

«Las barricas -gritaban-, las barricas de cal».

«A salvamento» exclamó el capitán.

«Las barricas de cal han reventado capitán».

«Preparar los botes» ordenó el capitán severamente.

«Los botes -confirmó el piloto-, pronto que estalla el barco y morimos todos».

«Los botes están a babor muchachos» vociferaba el capitán.

«En babor quedan dos botes» repetía el oficial.

«Corten los cables» indicaba el capitán.

«Corten los cables» repetía el oficial.

Pero los marineros, tan aterrados se hallaban, no atinaban a cumplir las órdenes y corrían de un lado para el otro.

Un estallido sordo se oyó a popa. La cubierta se barnizó con brillo metálico inflamado y las llamas comenzaron a avanzar en círculos nudosos desde una lata de kerosene.. Un olor desagradable se mezcló al vapor espeso de la cal, que surgía de las bodegas.

El pánico cundía en la tripulación. La asfixia momentánea los aturdía y atormentaba. Aquel vaho espeso, picante y caliente, unido a las llamaradas y al humo del kerosene los ahogaba. Tosían, sudaban, se retorcían y no atinaban a nada.

Así transcurrieron varias horas en una lucha desesperada ya casi convencidos de su propia muerte.

El buque se sacudía entre convulsiones de las bodegas y el oleaje embravecido. La esperanza estaba a punto de desaparecer totalmente. No había otra solución que morir carbonizados o sumergirse en el abismo.

A media tarde la esperanza pareció renacer por un momento.

Desde alta mar se levantó una brisa hacia la costa. El buque se sintió empujado por ella y a las siete de la tarde una ola como una montaña levantó la nave en vilo y la enclavó en la arena de la costa. El golpe fue terrible. El hervor de las bodegas se acrecentó repentinamente. Las salpicaduras de cal quemaron los rostros de algunos marineros y llamaradas surgieron de las grietas, verdosas unas, rojizas otras. La embarcación quedó fuertemente varada a pocos metros de la barranca.

Por todas partes saltaban al agua los tripulantes semidesnudos o con las ropas rasgadas y manchadas de ardiente cal. Los tripulantes ensayaban un «nado» y luego a pie, con el agua en la cintura, salvaron sus vidas.

El capitán permanecía en la cubierta con la vista fija en la tripulación. Sin duda estaba enumerándolos desde la barandilla de la cubierta. Y ya las llamaradas llegaban hasta él y las olas de humo lo envolvían, cuando dirigiéndose a la tripulación, les gritó acompañando con el gesto sus palabras: «Good bye boys». Luego tornándose hacia su nave y con lágrimas de dolor y sentimientos de pesar exclamó: «Good bye Amelia Rondamini, God save you» y se lanzó el último al agua, ganando luego la costa.

El buque siguió ardiendo toda la noche. En medio de la profunda oscuridad las columnas de negruzco humo se iluminaban de cuando en cuando siniestramente.

En la parte opuesta del horizonte más despejado algunas estrellas lanzaban flechas de luz como agujas irisadas.

Los estallidos se repetían entre fogonazos horrendos y las llamaradas se encrespaban en la humareda densa, persistente, mientras la espuma del oleaje se enrojecía.

Las llamas iban escalando los mástiles y las jarcias como lenguas de fuego, devorándolos, hasta que impotentes se desplomaban sobre la cubierta como penachos ardientes y tras el golpe en esta rebotaban por el aire gran cantidad de chispas rojizas.

A la mañana siguiente sólo quedaba el esqueleto metálico del buque. Maderas carbonizadas, barricas astilladas, girones de velas y salvavidas chamuscados flotaban alrededor. En la proa de una lancha vacía semi sumergida se leía en letras negras «Amelia Rondamini».

La tripulación quedó a salvo. Su capitán lloraba después, cuando recordaba, que en el naufragio había sucumbido su pipa. Aquella pipa que había recorrido medio mundo y que no había podido aguantar cuando se incendiara su buque.

Una noche -pocos días después- encontrábase el capitán del «Amelia Rondamini» en el «Laural-Bat» refiriendo, mientras sorbía un café, algunas escenas del naufragio. Como es de imaginar, una gruesa barra lo escuchaba con reverente atención mientras su rostro palidecía por momentos. La emoción lo embargaba. El relato terminó con éstas palabras: «Y salvé toda mi gente … pero mi buque se perdió -y tras un profundo suspiro agregó- y también perdí mi compañera».

«Mi compañera de tantos años… mi fiel compañera» reiteró ante una platea enmudecida.

«Señor capitán» se oyó en ese instante a sus espaldas.

El viejo lobo de mar levantó su vista mortecina, como si despertara de un letargo. Un pescador se acercó a él y sacando una vieja pipa de su bolsillo le dijo: «Tuve el presentimiento de que ésta es su pipa. La saqué esta mañana en una redada entre langostinos y pejerreyes. Sírvase señor».

“¡Oh mi vieja compañera! ¡Mi linda pipa! “exclamó emocionado el capitán.

“Gracias buen pescador. Lo que más lamento es que por única recompensa puedo darle mi gratitud, pues no tengo en el mundo otra cosa que esta pipa, mi vieja compañera de toda la vida”.

FIN

(Aporte de Jose Kucher y sitio de Fundación Histarmar.)

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